No podemos pensar que estamos encadenados a un cuerpo que sólo pide desaforos contra la voluntad de Dios. Si algo debemos aprender, como hijos de Dios, es que somos libres. El problema, por tanto, está en como ejerzo mi libertad, dónde pongo el corazón y el entendimiento para ser aún más libre. Perdemos de vista que es uno mismo el que elige, el que toma decisiones constantemente, el que, ante una situación concreta, hace un juicio u otro. Esto ocurre todos los días, y a todas horas.
No podemos poner como excusa que son los demás, o las circunstancias, las que nos impiden realizar actos buenos o responsables. Evidentemente que el ambiente influye, y mucho. Pero, en último término, soy yo el que, en mi conciencia, y en mi actuación, daré el paso definitivo. La pregunta, por tanto, es: ¿qué medios pongo, en mi día a día, para que lo que me afecte esté dirigido a la gloria de Dios?
¿Hago oración todos los días? ¿Rectifico la intención cuando algo no sale conforme a lo previsto? ¿Acudo con frecuencia al sacramento de la confesión? ¿Hago todas las noches un breve examen, ante la presencia de Dios, de cómo ha sido ese día? ¿Procuro adquirir un pequeño propósito para el día siguiente, aunque sólo se trate de un detalle de convivencia?... Si esto no suelo hacerlo, entonces no puedo quejarme por mis afectos desordenados, ni tomar como excusa la impureza interior, porque el corazón, en definitiva, siempre necesita un asidero donde manifestar sus querencias, aunque no sean de Dios.
“Querer, querer”, es decir, poner nuestro corazón en sintonía con la voluntad de Dios, nos evitará desperdiciar el tiempo y la cabeza en apegos de los que, tiempo después, nos arrepentiremos. Así lo vivió la Virgen, y así supo llevar hasta las últimas consecuencias aquel “sí” donde comprometió su corazón enteramente para Dios. Rézala cada noche, y pídele su protección materna, para que guarde la pureza de tu corazón y de tus intenciones.
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