Hambre extrema debió padecer aquel hijo pródigo cuando decidió ofrecerse como cuidador de cerdos a un paisano de por allí, viendo que ni siquiera su mendicidad por las casas del pueblo movía la compasión de las gentes. Eran tiempos difíciles y de gran necesidad, todos pasaban hambre y nadie podía dar nada a aquel forastero al que, tiempo atrás, habían visto malgastar de mala manera su fortuna. Entonces, nunca se preocupó de aliviar la necesidad y el hambre de nadie, y más de una vez trató con indiferencia y desprecio a los que mendigaban un poco de acá y de allá para malvivir. Ahora todos se veían obligados a almacenar y racionar la última cosecha, con la avaricia y el temor de quedarse sin nada para saciar tanta hambruna y necesidad. Sólo aquel hombre le ofreció una mísera ocupación, más por acallar la casina y lastimera insistencia del joven que por compasión y remedio de su necesidad.
Viéndose entre los cerdos, el joven sintió hasta el extremo la indigencia y la miserable condición a la que el hambre le había condenado. Aquellos animales tenían un sitio para dormir, algarrobas que comer, y él, que no recibía nada de nadie, los servía como porquerizo rodeándoles de cuidados y atenciones. Quién sabe si aquellos aldeanos del país, preocupados de saciarse a sí mismos con sus propias algarrobas, no tenían un hambre mayor que la de aquellos animales. Los puercos tenían su propio hogar, aquellos aldeanos también; pero, a pesar de todo, los hombres vivían con el hambre mucho más dura del alma y la intentaban saciar con las algarrobas de su autosuficiencia. Él mismo, tiempo atrás, había vivido también saciándose como aquellos animales con las algarrobas de sus propios vicios y desórdenes. Tú y yo seguimos mendigando del mundo esas pocas algarrobas de reconocimiento, aprobación y prestigio que nos hagan salir de la condición indigente y menesterosa en la que nos coloca el anonimato de nuestro propio pecado. Preferimos seguir viviendo como porquerizos que se alimentan de las algarrobas de los cerdos a salir de nuestra fe instalada y comodona para ponernos en camino de conversión. Ten cuidado: que tu alma no se acostumbre a saciarse y contentarse con el sabor rancio y desabrido de las algarrobas de la tibieza y mediocridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario